Suena el golpe del radio desintonizado: la alarma. Mi mente quisiera obviarla. Levanto mi moribundo brazo con agravio y lo dejo caer a mi costado sobre la mesita de noche. Palpando, encuentro el control y logro callarle la voz a la hora, mas no a la conciencia. Los párpados empiezan a desentrabarse hasta dejar entrar los primeros y ácidos rayos de luz.
Trato de incorporarme. La oscura madrugada me seduce a negarme, a darle un rotundo ¡no! a la obligación, pero ya mi desnudo cuerpo ha sido golpeado por el frío. Con el párpado entreabierto busco mi pantalón y las sandalias, esas que siempre creo haber dejado al pie de la cama, y no pasa un día sin que tenga que buscarlas como matrimonio al amanecer: separadas y perdidas o increíblemente interpuestas en la oscuridad. La planta de los pies sobre la gamuza le da un toque menos “morte” a los primeros pasos; de no ser así, la helada cerámica podría derrocar hasta al más tenaz de los despiertos.
Ya mi cuerpo, semi-protegido y erguido, tarda unos segundos en vencer la batalla de los arrullos y las sábanas -sé bien que los primeros pasos saben a exilio- y no tan feliz de de la victoria, llevo mis huesos tiritando paso a paso ante el umbral del baño, entro y cierro -no vaya a ser que huya mi valentía-. El sonido seco de la puerta me arrincona. Y como una violación a los sentidos, inicio el ritual y me voy despojando de lo que hasta hace poco me cubría la piel; ya roto el encanto, lo que deseo es apurar la maltrecha sensación de agobio.
¡Que caigan ya los yugos! esos primeros y húmedos cristales. ¡Que venga la cachetada dura al alma! el jadeo como un grito anunciado y punzante, el que nace de pulmones, pezones y entrepierna. ¡Que venga ya el redentor de la angustia!
La frente se frunce, los poros se hinchan, los párpados se encuentran y la columna se contrae fetalmente. Despliego la mano sobre el grifo mientras pienso “¡Soy mi propia víctima!”. Lo giro lentamente y antes de exponerme a la cruda lluvia del alba me detengo furioso. Una sola gota escapa como flecha de hierro y se encarna en mi pecho.
Aturdido y resignado a mi estupidez, recapacito: ¡Por la gran puta hoy es domingo!.
(Aut. Roberto Leitón ®)
Trato de incorporarme. La oscura madrugada me seduce a negarme, a darle un rotundo ¡no! a la obligación, pero ya mi desnudo cuerpo ha sido golpeado por el frío. Con el párpado entreabierto busco mi pantalón y las sandalias, esas que siempre creo haber dejado al pie de la cama, y no pasa un día sin que tenga que buscarlas como matrimonio al amanecer: separadas y perdidas o increíblemente interpuestas en la oscuridad. La planta de los pies sobre la gamuza le da un toque menos “morte” a los primeros pasos; de no ser así, la helada cerámica podría derrocar hasta al más tenaz de los despiertos.
Ya mi cuerpo, semi-protegido y erguido, tarda unos segundos en vencer la batalla de los arrullos y las sábanas -sé bien que los primeros pasos saben a exilio- y no tan feliz de de la victoria, llevo mis huesos tiritando paso a paso ante el umbral del baño, entro y cierro -no vaya a ser que huya mi valentía-. El sonido seco de la puerta me arrincona. Y como una violación a los sentidos, inicio el ritual y me voy despojando de lo que hasta hace poco me cubría la piel; ya roto el encanto, lo que deseo es apurar la maltrecha sensación de agobio.
¡Que caigan ya los yugos! esos primeros y húmedos cristales. ¡Que venga la cachetada dura al alma! el jadeo como un grito anunciado y punzante, el que nace de pulmones, pezones y entrepierna. ¡Que venga ya el redentor de la angustia!
La frente se frunce, los poros se hinchan, los párpados se encuentran y la columna se contrae fetalmente. Despliego la mano sobre el grifo mientras pienso “¡Soy mi propia víctima!”. Lo giro lentamente y antes de exponerme a la cruda lluvia del alba me detengo furioso. Una sola gota escapa como flecha de hierro y se encarna en mi pecho.
Aturdido y resignado a mi estupidez, recapacito: ¡Por la gran puta hoy es domingo!.
(Aut. Roberto Leitón ®)